Mariano José de Larra está enterrado en el Cementerio de San Justo, en Madrid.
Excavada en la tierra, esculpida o grabada en
piedra, en forma de nicho o en una simple urna, una tumba es el último lugar en
el que acaban reposando los restos de muchas personas. Es el punto físico de
llegada del camino de la vida, un destino en el que quedan huesos, cenizas o nada…
¿Porque de una persona sin alma y sin vida qué queda aparte de la inexistencia?
Eso, restos, ¡nada!
No obstante el lúgubre hechizo de las tumbas nos
hacen sentir que no hay ausencia, que al menos allí hay algún resto de lo que
un día fue un hombre o una mujer y que duerme en ese altar, descansa allí en
paz.
Observar con minuciosidad una tumba es como
mirar al infinito y dejar que vuele la imaginación hasta los confines de la
vida y de la muerte, como si de dos territorios se tratara.
Como dijo el maestro Larra, no venir a este
mundo a ser un álamo más en una alameda es seguir viviendo aunque se esté
encerrado en un sepulcro. La inmortalidad se consigue cuando se ha hecho algo
tan grande en vida que provoca que la gente nunca se olvide de ese ser por
muchos siglos que pasen.
Iniciamos hoy la sección “La tumba de los
inmortales” con la intención de que esas sepulturas sean un hilo entre la vida,
la nada y la inmortalidad y, sobre todo, con el propósito de que ese hilo no se
rompa. ¿Dispuestos?
Ramón
Alfil
Era necesario y de obligado cumplimiento que en “El Ateneo de los Amigos de Larra” levantáramos el telón de este serial con el maestro, nuestro líder.