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14 febrero 2021

Las tumbas de los inmortales (I) - Larra

Mariano José de Larra está enterrado en el Cementerio de San Justo, en Madrid.

Excavada en la tierra, esculpida o grabada en piedra, en forma de nicho o en una simple urna, una tumba es el último lugar en el que acaban reposando los restos de muchas personas. Es el punto físico de llegada del camino de la vida, un destino en el que quedan huesos, cenizas o nada… ¿Porque de una persona sin alma y sin vida qué queda aparte de la inexistencia? Eso, restos, ¡nada!
No obstante el lúgubre hechizo de las tumbas nos hacen sentir que no hay ausencia, que al menos allí hay algún resto de lo que un día fue un hombre o una mujer y que duerme en ese altar, descansa allí en paz.
Observar con minuciosidad una tumba es como mirar al infinito y dejar que vuele la imaginación hasta los confines de la vida y de la muerte, como si de dos territorios se tratara.
Como dijo el maestro Larra, no venir a este mundo a ser un álamo más en una alameda es seguir viviendo aunque se esté encerrado en un sepulcro. La inmortalidad se consigue cuando se ha hecho algo tan grande en vida que provoca que la gente nunca se olvide de ese ser por muchos siglos que pasen.
Iniciamos hoy la sección “La tumba de los inmortales” con la intención de que esas sepulturas sean un hilo entre la vida, la nada y la inmortalidad y, sobre todo, con el propósito de que ese hilo no se rompa. ¿Dispuestos?

Ramón Alfil

Era necesario y de obligado cumplimiento que en “El Ateneo de los Amigos de Larra” levantáramos el telón de este serial con el maestro, nuestro líder.





“Me llamo, pues, Fígaro; suelo hallarme en todas partes; tirando siempre de la manta, y sacando a la luz del día, defectillos leves de ignorantes y maliciosos; y por haber dado en la gracia de ser ingenuo y decir a todo trance mi sentir, me llaman por todas partes mordaz y satírico; todo porque no quiero imitar al vulgo de las gentes, que o no dicen lo que piensan y otros que piensan demasiado lo que dicen”.
Mariano José de Larra / Mi nombre y mis propósitos.

Era una tarde de febrero. Un carro fúnebre caminaba por las calles de Madrid. Seguíanle en silenciosa procesión centenares de jóvenes con semblante melancólico, con ojos aterrados. Sobre aquel carro iba un ataúd, en el ataúd los restos de LARRA, sobre el ataúd una corona. Era la primera que en nuestros días se consagraba al talento; la primera vez acaso que se declaraba que el genio es en la sociedad una aristocracia, un poder. La envidia y el odio habían callado [...].
José Zorrilla

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