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22 agosto 2025

¡Buen viento y buena mar!

A pesar del calor propio de una tarde de agosto, la brisa apaciguaba el bochorno en el puerto de Marinabrava. Matías era un viejo marinero retirado, de baja estatura, su espalda estaba algo curvada y manifestaba una ligera cojera fruto de uno de los muchos desafíos con los que tuvo que enfrentarse en el mar. Su cara, curtida por los años, el rigor de su trabajo y el salitre estaba marcada por unos pronunciados surcos en sus mejillas y una barba de varios días. Su cabello blanco y desarreglado parecía una red de pesca vieja que quedaba algo disimulado por una gorra gastada por el roce y con alguna que otra mancha.

Matías conocía cada centímetro del puerto de Marinabrava, era su segunda casa, ese día se sentó en la parte superior ensanchada de un noray, ese bolardo fijado a los muelles que sirve para amarrar barcos, negro y algo oxidado por el tiempo. Con parsimonia, asentó con sus huesudos dedos el tabaco que prendió en una pipa de madera vieja, ya ennegrecida tras las caladas de muchos años; el humo dibujaba en el aire círculos que iban deformándose mientras ascendían. Aquel noray era su particular patio de butacas desde el que tantas veces había sido espectador de, para él, uno de los mayores espectáculos que se pueden ver: el desatraque de un barco mercante.

Acompañado por una gaviota desconfiada que lo miraba reojo, Matías observaba, a lo lejos, los pasos meticulosamente coordinados entre el puesto de mando del barco mercante y dos remolcadores: uno en proa y otro en popa. Los remolcadores, diminutos ante el gigante de mar, parecían insectos trabajando contra una fuerza mayor, y, sin embargo, cada movimiento era una coreografía exacta que iba tirando del buque, de origen chipriota, hacia la parte central del puerto, todo de manera muy lenta, laboriosa, perfectamente planificada. Para él, ese momento era pura emoción ver la partida de ese mercante, esa pequeña ciudad flotante en la que se cumplían leyes marinas y  se respetaban jerarquías.

En la proa llegó a vislumbrar a dos de los tripulantes que se abrazaron para desearse —pensó— suerte en la ruta de varios días que los iba a llevar a un lejano puerto. Matías imaginó esa travesía a la que se hubiera apuntado sin dudarlo para volver a sentir las horas de sol, el vaivén del casco, el rumor del mar...

El deseo de navegar todavía latía en su interior, pero la vida le dejó en la otra orilla. Y, aun así, en ese instante, se conformó acomodado en el noray con ver salir aquel barco que conforme avanzaba hacia la mar abierta iba perdiendo tamaña hasta parecer un barquito de juguete. Matías, para sus adentros, pensó aquello que tantos marineros anhelan: buen viento y buena mar.

Ramón Alfil

Foto: Ramón Alfil