¿Es el “hambre” algo que todos, debido a nuestra biología como seres humanos, hemos experimentado alguna vez o es, por el contrario, una condición que, como sociedad privilegiada que cuenta con un acceso seguro a los servicios básicos, nunca llegará a experimentar? Ésta es una pregunta que nunca me había planteado hasta que comencé mi aventura en Acción contra el Hambre como voluntaria de comunicación de la Unión Europea. Solo han transcurrido unos pocos meses en terreno, sobre todo de adaptación, pero ya he podido darme cuenta de que estoy aprendiendo grandes lecciones, también a nivel personal.
Un suceso en concreto me condujo a reflexionar acerca de una idea errónea muy común en nuestra sociedad de la que no era consciente pero que ahora resulta obvia para mí. Durante un viaje de vuelta a Beirut, conocí a dos chicos en el aeropuerto con los que compartiría avión. Lo que comenzó como una charla trivial para matar el tiempo, terminó en todo un debate sobre la pobreza y el hambre desde que se interesaron por mi trabajo en la organización. La conversación estaba resultando interesante hasta que uno de ellos insistió en que no existe “hambre” como tal en el Líbano ya que “esto no es África, pues todo padre y madre puede, al menos dar un manoush (típico desayuno callejero libanés que consiste básicamente en pan sazonado con especias) a sus hijos cada día”. No salgo de mi asombro desde el momento en que escuché estas palabras.
Cualquier comida no puede considerarse lo suficientemente nutritiva para cubrir las necesidades nutricionales básicas. Además, otros aspectos deben ser considerados para determinar si un alimento es seguro y realmente saludable. La falta de conciencia alrededor de este asunto en la mayoría de las sociedades es la razón principal por la cual algunos sectores de la población pasan desapercibidos en las respuestas humanitarias. Concretamente en el Líbano, un país afectado simultáneamente por múltiples crisis, más del 30% de los niños se va a la cama con hambre o se salta alguna comida, y el 77% de los hogares no tiene suficiente alimento para cubrir la mínima ingesta diaria recomendada, según un reciente informe publicado por UNICEF. En el caso de los refugiados sirios, el número asciende hasta un alarmante 99%.
La consecuencia de una dieta tan extremadamente pobre es lo que los hermanos Fesser llaman en su documental, muy recomendado, “El monstruo invisible”, que no es otra cosa que desnutrición crónica, una forma de fallo en el crecimiento que causa retrasos tanto físicos como cognitivos en el desarrollo de los más pequeños debido a una deficiencia de nutrientes específicos. Aunque los síntomas son menos visibles que los de la desnutrición aguda, mucho más grave y caracterizada por una pérdida de peso extrema, los efectos de estas carencias afectan, no sólo a los procesos físicos, cognitivos y emocionales, sino también a su productividad como adultos a largo plazo, contribuyendo así a perpetuar las condiciones de pobreza en el país.
Dejemos claro que, de ninguna manera, mi intención es culpar a este chico del aeropuerto porque, como apuntaba al principio, el concepto del hambre es muy complejo y difícil de interpretar correctamente. Sin embargo, lo que he aprendido acerca del hambre, es que es necesario un cambio en la percepción general alrededor del tema, y he de decir que me siento inmensamente agradecida de, como comunicadora, poder tomar parte en esta misión con Acción contra el Hambre gracias a la iniciativa del voluntariado europeo. ¡Y esto no ha hecho más que comenzar!
En la foto de este artículo: Esta pequeña refugiada siria vive con su familia en un refugio colectivo compartido con numerosas familias más en el sur del Líbano cuya situación de vulnerabilidad les impide llevar los hábitos de alimentación e higiene necesarios para una buena salud.
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