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05 julio 2025

¿Y si dejamos de ser tolerantes con los imbéciles?

Imagen GDJ / Pixabay / Libre de derechos

"La tolerancia llegará a tal nivel que a las personas inteligentes 
se les prohibirá pensar para no ofender a los idiotas"
Fiódor Dostoyevski

Para adentrarnos en la crítica a la tolerancia a la imbecilidad, es fundamental delimitar el concepto que nos ocupa. El término “imbécil” proviene del latín “imbecillus”, que significa “débil”, “sin báculo” o “sin apoyo”. Originalmente, se refería a una debilidad física o mental general, a alguien que carecía de la fortaleza para sostenerse por su cuenta. Con el tiempo, su significado evolucionó para designar a una persona de entendimiento limitado, con escaso juicio o sensatez, o que se comporta de manera necia. En el contexto de este artículo, no aludimos a una condición clínica o un juicio de valor inherente a la persona, sino a la manifestación de opiniones infundadas, irracionales o perjudiciales que carecen de sustento lógico o empírico, y que, por su naturaleza, no pueden “sostenerse” por sí mismas ante el mínimo escrutinio de la razón.
En la compleja trama de la posmodernidad, nos enfrentamos a un desafío paradójico: mientras que se predica una tolerancia irrestricta, se desdibuja la línea entre la diversidad de pensamiento y la validación acrítica de la imbecilidad. La noción de que “todas las opiniones son igualmente válidas” ha permeado el discurso público, generando un relativismo epistemológico que amenaza los cimientos de la razón crítica y la búsqueda de la verdad. Pues bien, hoy intentaremos sostener que la regla de demarcación de la tolerancia debe ser la razón, la objetividad y la sensatez, y no una aceptación indiscriminada que diluye el rigor intelectual.
El auge de la posverdad, un fenómeno intrínsecamente ligado a la posmodernidad, ha erosionado la confianza en los hechos, la experiencia y la experticia. Las “narrativas” y “percepciones” a menudo se equiparan con la realidad, y la subjetividad se eleva a la categoría de verdad. Este clima no ha hecho otra cosa que propiciar la proliferación de la imbecilidad, entendida no como una deficiencia intelectual inherente, sino como la manifestación orgullosa de portar opiniones infundadas, irracionales o perjudiciales, disfrazadas de “perspectivas alternativas”.