Durante más de 4.000 millones de años, la vida en la Tierra ha evolucionado desde formas simples hasta organismos complejos, pensantes y emocionales. La evolución biológica no es solo una teoría científica; es una epopeya. Y es una epopeya que compartimos con cada hoja de árbol, cada bacteria y cada estrella fugaz.
A veces olvidamos que nuestros átomos vienen de las estrellas. Literalmente. El carbono en nuestros músculos, el hierro en nuestra sangre, el calcio en nuestros huesos… todos se forjaron en el corazón de estrellas que murieron mucho antes de que el Sol naciera. Pero esos elementos no bastan para crear vida. Lo extraordinario es lo que ha hecho la vida con esos ingredientes: construir estructuras, replicarse, aprender y soñar.
La vida es el experimento más extraordinario del universo conocido. Y en este rincón concreto, en un planeta azul orbitando una estrella tranquila y ordinaria, ese experimento ha dado lugar a una especie que no solo vive, sino que además contempla la vida misma.
El lenguaje de los genes
Si miramos una célula bajo el microscopio, parecerá casi mágica. Pero no hay magia: hay moléculas que interactúan de forma precisa y compleja. El ADN es el gran libro de instrucciones de la vida. Cada una de nuestras células lleva una copia del texto que nos define. Y lo más maravilloso es que ese texto no es solo nuestro. Compartimos segmentos enteros de ADN con ratones, con árboles y con bacterias. La evolución escribe en un idioma común.
Y lo más asombroso es que esa partitura no se compuso de golpe. Fue afinándose generación tras generación, a lo largo de miles de millones de años, mediante mutaciones, selecciones naturales, errores y aciertos. No hubo un diseñador, sino una sinfonía espontánea. Una fuga cósmica.
El árbol de la vida
Cuando Carl Sagan hablaba del “árbol de la vida”, lo hacía con la misma reverencia con la que un astrónomo contempla una galaxia. Cada rama de ese árbol representa una línea evolutiva. Nosotros somos solo una de ellas. No estamos en la cima, como a veces creemos: simplemente estamos en una hoja de una rama concreta, al final de una bifurcación reciente.
Y ese árbol no deja de crecer. Aunque algunas ramas se han secado (la de los dinosaurios no avianos, por ejemplo), otras han florecido con exuberancia. Hoy, la diversidad biológica de la Tierra es un canto coral a la creatividad de la evolución. Somos parte de esa música.
En un sentido muy profundo, el estudio de la biología es también una forma de astronomía. Porque entender cómo funciona la vida aquí, en este mundo, nos permite imaginar cómo podría ser en otros mundos. Y eso abre puertas fascinantes.
La posibilidad de otras voces
¿Y si no estamos solos? ¿Y si en otros planetas, alrededor de otras estrellas, también ha surgido la vida?
En los tiempos de Sagan, esta pregunta era especulativa. Hoy, gracias a los telescopios espaciales como Kepler y TESS, sabemos que casi todas las estrellas tienen planetas. Y muchos de esos exoplanetas podrían tener condiciones similares a las de la Tierra.
La vida no necesita ser exactamente como la conocemos. Puede tener formas y estructuras que ni siquiera imaginamos. Pero si se rige por las mismas leyes físicas y químicas, hay motivos para pensar que no somos una excepción. Que la vida es un fenómeno cósmico, no terrestre.
La evolución, después de todo, no es un proceso exclusivo de la Tierra. Es una propiedad del tiempo, la diversidad y la replicación. Si esas condiciones se dan en otros lugares del universo, es razonable pensar que otras voces puedan estar cantando en la fuga cósmica.
En biología, como en astronomía, el tiempo lo cambia todo. El Sol que hoy vemos amanecer cada mañana es una estrella de mediana edad, pero un día se apagará. Y la Tierra, que hoy nos parece tan eterna, es solo una etapa transitoria en la evolución del sistema solar.
Igualmente, la vida ha pasado por etapas que hubieran parecido impensables hace millones de años. El oxígeno, por ejemplo, no siempre estuvo en la atmósfera. Fue un subproducto tóxico de algunas bacterias fotosintéticas, y su acumulación cambió el mundo. Sin esas bacterias, no estaríamos aquí.
Cada gran extinción en la historia del planeta ha sido también una oportunidad. Cuando desaparecieron los dinosaurios, los mamíferos pudieron expandirse. Y de entre ellos, surgió el linaje humano.
El tiempo es el escultor de todas las formas. Pero no es un escultor que tenga un plan. Es más bien un río que arrastra a la vida por un cauce lleno de bifurcaciones, caídas y remansos. Nosotros somos el resultado de ese viaje. Y quizás, también, una de sus expresiones más complejas.
¿Qué somos, entonces?
Somos polvo de estrellas que piensa, que siente, que se pregunta por su lugar en el cosmos. Somos resultado de un proceso natural que, sin embargo, ha dado lugar a la consciencia. Y eso es un misterio tan profundo como cualquier otro.
Sagan decía que somos “una forma en la que el cosmos se conoce a sí mismo”. Y tenía razón. No estamos fuera del universo, mirándolo desde una ventana: estamos dentro de él. Somos parte del tejido del espacio-tiempo, animado por la energía de una estrella, somos habitantes de una galaxia enorme…
Y eso no nos disminuye, al contrario: nos conecta. Nos hace partícipes de una historia mayor. De una sinfonía que empezó hace 13.800 millones de años con el Big Bang, y que continúa hoy en cada célula, cada estrella y cada mirada curiosa hacia el cielo.
A veces, al mirar por el telescopio, pienso en esa conexión que une las estrellas con mis propias células. Me doy cuenta de que, incluso en los momentos más pequeños, estoy viviendo una historia escrita a escala galáctica. Y me llena de una mezcla extraña de humildad y asombro.
Porque comprender nuestra procedencia no resta belleza a la vida: se la añade. Porque saber que venimos de las estrellas hace que cada amanecer tenga un significado distinto. No somos solo testigos del universo: somos el universo despertando…
José Vicente Díaz
* José Vicente Díaz es colaborador de El Ateneo de los Amigos de Larra. Su espacio aquí.
* José Vicente Díaz es autor del blog Curiosidades astronómicas.