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06 septiembre 2025

El Galmesano y un compañero de barra salmantino


El paseo del atardecer tuvo como destino final “mi” taberna gallega, todo un altar de la gastronomía galaica. Suele ser el remate de mis caminatas junto al mar, bien para saludar a Eladio e Inés, sus propietarios, bien para cenar una tabla de quesos gallegos con un par de anchoas del Cantábrico.
Eladio me comentaba que el Galmesano había conseguido una medalla de oro en la categoría de mejor queso de vaca curado. Intervino en la conversación un cliente que se encontraba cerca de nosotros, en la misma barra. Era salmantino, como averigüe después, de complexión robusta y con una voz grave que resonaba con la cadencia perfecta del castellano bien hablado, tan característico de algunos lugares de Castilla y León. Vestía una camisa informal y pantalones cortos, un atuendo adecuado para la estación veraniega que se despedía con sus últimos coletazos de calor.
Mi conexión fugaz salmantina puntualizó algo con lo que yo coincidía.
—Es difícil creer que el queso Galmesano sea de leche de vaca, su sabor y textura quebradiza me recuerdan a un buen queso de oveja curado.
Este comentario abrió la puerta a un apasionado debate sobre la diversidad quesera de España. Hablamos de la intensidad de los quesos azules, de la sutileza del Queso de Tetilla, de la robustez del Idiazabal y mencionamos la omnipresencia del Manchego como un clásico insustituible. Lamentamos también la poca atención que a menudo se presta a algunos quesos como al Mahón, un queso menorquín con una personalidad única; o al queso de Tronchón, con ese sabor intenso de los productos del interior de Teruel. Cada queso era un universo de matices, un reflejo de su tierra y tradición. Para acabar de honrar al queso, mi compañero de barra sentenció con una máxima del refranero español: “en una buena comida, el queso es el mejor complemento y en una mala comida el mejor suplemento”.
Fue un encuentro fugaz, una de esas conexiones inesperadas que enriquecen la rutina. Me pregunto si volveré a cruzarme con este salmantino en la barra de “mi” taberna gallega. Si el destino lo permite, sin duda, compartiremos una buena tabla de quesos, con una ración especial y generosa del fascinante Galmesano.
Ramón Alfil

Fotografía: tabla de quesos gallegos. Taberna Gallega, Oropesa del Mar (Castellón)

Conexiones fugaces
Mis lectores ya conocen que considero una conexión fugaz a aquella persona o ser vivo con la que comparto tan solo unos minutos o unas horas de mi existencia y que quizá no vuelva a ver, o sí…
Con ellos se produce una química instantánea y una misma longitud de onda que conducen a una sensación de familiaridad.
Suelen producirse si estamos emocionalmente disponibles en busca de algo nuevo, son parte de la cotidianidad humana que algunos dejan pasar de largo y otros recuerdan o, como es mi caso, escriben para que perduren.

31 agosto 2025

El suspiro agitado del mar

Hoy ha sido una de esas tardes en la que el mar tiene cara de pocos amigos. Su cólera desataba furia contra los acantilados, en contraste con la suave y agradable mezcla de colores apastelados del cielo.
Las olas, como puños de agua salada, rompían con fuerza contra las rocas inamovibles. Cada acometida era como un bramido que explotaba y se deshacía en destellos de espuma blanca que al retirarse dejaban ensabanadas las rocas en una especie de manto que era barrido por la siguiente ola.
Y así, una y otra vez, como un enorme suspiro agitado, el mar ha demostrado su belleza en un espectáculo salvaje de la naturaleza en su máxima expresión.
Ramón Alfil

rinconesmarinos_adl   literaturaymar_adl

28 agosto 2025

Un día de vida...

La habitación 513 del hospital estaba compartida por dos enfermos. A estos compañeros a la fuerza por la convalecencia los separaba una cortina corredera.
El enfermo de la 513 A era joven, su fragilidad en ese momento delicado de su vida contrastaba con la vitalidad que se le presuponía. El enfermo de la 513 B era un hombre de avanzada edad, cuya existencia se marcaba en las arrugas de su rostro y en la serenidad de su mirada.
Sentado en un sillón, junto a la cama del anciano, se encontraba su hijo. La tensión del día a día en un hospital, las largas horas de espera y la inquietud constante por el estado de salud de su padre calaban ya en su estado físico y mental.
De repente, el hijo se levantó. El crujido suave del sillón al ceder su peso rompió el silencio de la estancia. Se acercó a su padre, cuya respiración era lenta, tranquila, casi imperceptible.
—Papá, voy a bajar un momento a la calle. Necesito estirar las piernas, tomar un café para despejarme y, quién sabe, quizás probar suerte con un décimo de lotería en la administración que hay justo al lado de la cafetería.
El padre asintió con un leve movimiento de cabeza, su rostro transmitía comprensión al comentario de su hijo, que se despidió con una caricia en su frente y se dirigió hacia la puerta, dejando atrás la quietud de la habitación, buscando un respiro en el mundo exterior, un instante de normalidad en medio de la incertidumbre, con la esperanza latente de que la fortuna, al igual que la salud, pudiera cambiar de un momento a otro.
Saludó con un gesto al paciente de la 513 A que le respondió cerrando el puño y levantando el pulgar. A punto de salir por la puerta, dio media vuelta y volvió hasta la cama de su padre.
—Por cierto, papá, ¿quieres el mismo décimo que voy a comprar o que te selle algún bonoloto, que sé que te gusta? Igual nos trae suerte, afirmó con una carga notable de expectativa.
El padre, tras un momento de reflexión, levantó la mirada hacia su hijo. Sus ojos, aunque cansados, brillaban con una profundidad que iba más allá de la simple esperanza de un premio material. Una leve sonrisa se dibujó en sus labios, una sonrisa que contenía la sabiduría de quien ha vivido plenamente y valora lo verdaderamente importante.
—Hijo, respondió con una voz serena, pero firme, agradezco tu gesto, de verdad. Pero más que el dinero, lo que ahora desearía es algo mucho más valioso. Pregunta en la administración si tienen algún juego en el que el premio sea un día de vida.
El hijo y el enfermo de la 513 A, asombrados, se miraron. Sin mediar palabra tras la lección que acababan de recibir no supieron reaccionar pero, desde aquel día, nunca olvidaron la verdadera esencia de lo que significaba la riqueza: un día más, el tiempo...
Al día siguiente, la delicada salud del paciente de la 513 B desencadenó un fallo multiorgánico que le llevó a una complicación tan severa que le produjo la muerte. No tuvo ni siquiera ese día de más que quería como premio.
Ramón Alfil
Fotografía: Vilkas / Pixabay / Libre de derechos

22 agosto 2025

¡Buen viento y buena mar!

A pesar del calor propio de una tarde de agosto, la brisa apaciguaba el bochorno en el puerto de Marinabrava. Matías era un viejo marinero retirado, de baja estatura, su espalda estaba algo curvada y manifestaba una ligera cojera fruto de uno de los muchos desafíos con los que tuvo que enfrentarse en el mar. Su cara, curtida por los años, el rigor de su trabajo y el salitre estaba marcada por unos pronunciados surcos en sus mejillas y una barba de varios días. Su cabello blanco y desarreglado parecía una red de pesca vieja que quedaba algo disimulado por una gorra gastada por el roce y con alguna que otra mancha.

Matías conocía cada centímetro del puerto de Marinabrava, era su segunda casa, ese día se sentó en la parte superior ensanchada de un noray, ese bolardo fijado a los muelles que sirve para amarrar barcos, negro y algo oxidado por el tiempo. Con parsimonia, asentó con sus huesudos dedos el tabaco que prendió en una pipa de madera vieja, ya ennegrecida tras las caladas de muchos años; el humo dibujaba en el aire círculos que iban deformándose mientras ascendían. Aquel noray era su particular patio de butacas desde el que tantas veces había sido espectador de, para él, uno de los mayores espectáculos que se pueden ver: el desatraque de un barco mercante.

Acompañado por una gaviota desconfiada que lo miraba reojo, Matías observaba, a lo lejos, los pasos meticulosamente coordinados entre el puesto de mando del barco mercante y dos remolcadores: uno en proa y otro en popa. Los remolcadores, diminutos ante el gigante de mar, parecían insectos trabajando contra una fuerza mayor, y, sin embargo, cada movimiento era una coreografía exacta que iba tirando del buque, de origen chipriota, hacia la parte central del puerto, todo de manera muy lenta, laboriosa, perfectamente planificada. Para él, ese momento era pura emoción ver la partida de ese mercante, esa pequeña ciudad flotante en la que se cumplían leyes marinas y  se respetaban jerarquías.

En la proa llegó a vislumbrar a dos de los tripulantes que se abrazaron para desearse —pensó— suerte en la ruta de varios días que los iba a llevar a un lejano puerto. Matías imaginó esa travesía a la que se hubiera apuntado sin dudarlo para volver a sentir las horas de sol, el vaivén del casco, el rumor del mar...

El deseo de navegar todavía latía en su interior, pero la vida le dejó en la otra orilla. Y, aun así, en ese instante, se conformó acomodado en el noray con ver salir aquel barco que conforme avanzaba hacia la mar abierta iba perdiendo tamaña hasta parecer un barquito de juguete. Matías, para sus adentros, pensó aquello que tantos marineros anhelan: buen viento y buena mar.

Ramón Alfil

Foto: Ramón Alfil  -  literaturaymar_adl

13 agosto 2025

Una silla vacía junto al mar

Eugenia pasó muchos años de su vida junto a Marco, eran una pareja que no apagó nunca la llama de la estima. Ya en una edad madura, decidieron formalizar su unión y se casaron en la basílica de Nuestra Señora del Carmen, como era preceptivo en Marinabrava, un pueblecito marinero en el que el tiempo parecía detenerse entre el murmullo del mar.
Marco era un hombre de mar, como casi todos los de Marinabrava, alto, fornido, de hombros anchos y manos curtidas por tantos años de trabajo duro. Empezó de chiquillo como simple ayudante y llegó a ser patrón y propietario de su propio barco, “La Eugenia”. Su vida giraba entre las mareas y las rutas marinas; cada viaje era una promesa de regreso y cada regreso, un suspiro de alivio para Eugenia.
Hacía apenas un mes de aquella boda soñada cuando la idílica relación tomó una curva fatal y dolorosa. Marco salió al mar y no volvió. El barco apareció a la deriva, los tripulantes de “La Eugenia” se esfumaron en la profundidad del agua y de la memoria; no se volvió a saber nada de ellos.
Desde entonces, Eugenia adquirió el hábito de salir de casa con una silla a cuestas que utilizaba para sentarse junto a la orilla del mar, con la vista fija en el horizonte, siempre con la esperanza de ver aparecer entre las aguas a Marco. A pesar de que el ansiado regreso no se producía, ella no cesaba en su empeño y cada tarde, hacia el ocaso, volvía con su silla a sentarse frente al mar como si de un escenario se tratara.
Durante días, semanas, años... cada jornada volvía a casa con su silla y la decepción de no haber visto a Marco surgir del mar y abrazarlo.
Los lugareños se fueron acostumbrando a verla reaparecer cada tarde con la silla en la mano, como si el mar, cada día, quisiera devolverle una promesa quebrada.
Alejandro, a diario, salía a correr al alba por la playa. La edad le obligaba a que su carrera fuera lenta y de vez en cuando se detenía a contemplar el mar. Ese día, a lo lejos, en la playa solitaria divisó un objeto que fue adquiriendo forma conforme se acercaba a él. Era una silla. ¡Qué raro! ¿Qué hacía una silla en la orilla del mar? No comprendía nada. Parecía sin dueño, pero su presencia parecía revelar una espera sin fin.
El periódico local publicó un llamamiento a los habitantes de Marinabrava y de la comarca, acompañado de una foto de Eugenia, había desaparecido del pueblo sin dejar rastro alguno.
Alejandro leyó la noticia en el casino mientras tomaba un café con leche y un solisombra. Pensó en aquella silla solitaria en la playa, en ese amor que el mar se llevó... Imaginó lo peor.
En la quietud de las noches de Marinabrava, el faro parecía pronunciar su propia oración por Marco y por la tripulación de “La Eugenia”. Eugenia se convirtió en una figura misteriosa de la memoria colectiva: la mujer que había amado al hombre de mar y que, en la espera, quizá halló la forma de sostenerse a sí misma; aunque un día, posiblemente, decidió reencontrarse con Marco. Nadie lo supo nunca.
Los habitantes de Marinabrava contaban historias del mar y, entre ellas, no podía faltar la de Marco y Eugenia, aunque deshilachada ante el misterio de una ausencia.
Ramón Alfil

Foto: Don Bernardo, un amigo que alimentó mi imaginación  -  literaturaymar_adl

11 agosto 2025

La vida es como el mar, siempre en movimiento

En lo alto de unos peñascos, junto al mar, un abuelo y su nieto se sentaron juntos, sintiendo la brisa marina y el olor a agua salada que llenaba el aire. Desde allí, podían ver ese lienzo azul extendiéndose hasta donde la vista alcanzaba, con sus olas rompiendo suavemente contra las rocas produciendo ese característico redoble sostenido que deja un brillo plateado de espuma en su rebote.
El abuelo, con su rostro tallado por arrugas y marcas que contaban historias de muchos años, miraba el horizonte con una sonrisa nostálgica. Sus brazos y piernas, alguna vez fuertes y firmes, ahora mostraban las huellas del tiempo; sus manos huesudas y deformadas, ya no le permitían bajar con soltura hasta el agua para pescar sargos, como solía hacerlo años atrás. Era consciente de su decadencia.
—¿Sabes, pequeño? —le dijo con voz suave y calmada—. Antes, bajaba por esas rocas con tanta facilidad que parecía un gato. La pesca de sargos era una de mis aficiones favoritas. Me gustaba sentir cómo el agua fría tocaba mis pies y escuchar el canto de las gaviotas. Pero ahora, las cosas han cambiado un poco.
El nieto lo miraba con atención, algo perplejo.
—¿Por qué ya no puedes bajar, abuelo? —preguntó con curiosidad.
El abuelo sonrió con ternura y le acarició la cabeza.
—Porque el cuerpo, hijo, envejece. Ya no tengo la misma fuerza en las piernas ni la misma agilidad. Tengo miedo de caer y lastimarme, y no quiero que algo así arruine todos los momentos hermosos que he vivido en esas mismas rocas. Es difícil aceptar que, con el paso del tiempo, uno se va deteriorando. Pero eso no significa que deje de disfrutar de lo que aún puedo hacer, o que deje de querer estas aventuras.
El niño se quedó en silencio, triste, notaba en su abuelo cierta decepción por la pérdida de vigor; pero, su bisoñez no percibía que los cambios de la vida se pueden aceptar con valentía y, más, si se tienen ganas de vivir y propósitos.
El abuelo, dándose cuenta de su pena le sonrió y le dijo:
—La vida es como el mar, siempre en movimiento. Y aunque a veces nos sintamos más frágiles, lo importante es seguir disfrutando de cada ola, de cada momento, y entender que en el paso del tiempo también hay belleza y, sobre todo, sabiduría. No tengas miedo, porque en cada arruga y marca hay una historia que contar y, en cada momento, una oportunidad para seguir teniendo ilusión.
Y así, acompañados por el infatigable ruido de las olas al golpear sobre las rocas, quiso explicarle que la voluntad de hacer cosas, aunque se vaya camino del ocaso, nunca termina, solo cambia de forma.
Ramón Alfil
Foto: Ramón Alfil  -  literaturaymar_adl

31 julio 2025

La madre que quiso cambiar el día de su muerte por un día de su vida

Mucha literatura epistolar se caracteriza por una peculiar carga emocional. Es el caso de "Carta de una madre", un relato breve que circula ampliamente por las redes sociales, conmoviendo a miles de lectores con su emotiva narrativa. Sin embargo, la identidad de su autor o autora permanece desconocida, un misterio que genera frustración y enojo a partes iguales.
He dedicado horas a la búsqueda infructuosa del creador de esta pieza, explorando diferentes bases de datos, foros literarios y páginas web especializadas. La falta de información es sorprendente, especialmente considerando la popularidad del relato. La ausencia de un autor reconocido abre la puerta a una problemática extendida en el mundo digital: la apropiación de contenido.
Es alarmante observar cómo muchos usuarios comparten "Carta de una Madre" atribuyéndose la autoría, generando una cadena de viralización injusta por la omisión de su creador/a. Esta práctica no solo es éticamente cuestionable, sino que también perjudica al verdadero autor, quien se ve privado del reconocimiento y los posibles beneficios de su trabajo. La falta de atribución adecuada es una forma de plagio digital, un acto que merece ser denunciado y combatido.

Aquel que utiliza la inteligencia artificial
para escribir sin indicarlo es un farsante literario


Considero un farsante literario a todo aquel que utiliza la inteligencia artificial para escribir sin indicar el uso de esta; así como a aquel que utiliza textos como propios para alimentar el ego ante sus conocidos en redes sociales.
Si algún día se descubre al autor o autora de "Carta de una Madre", será una victoria para la justicia literaria y un recordatorio de la importancia de proteger el trabajo creativo en el mundo digital. Hasta entonces, invito a todos a unirse a la búsqueda y a denunciar cualquier acto de plagio que se encuentre.
Vamos al fundamento de esta entrada, que no es otro que la lastimosa carta de una madre a su hijo. Agita a la reflexión, mueve a la desolación y, a la vez, es una fuente de ternura por su delicadeza. 
Lo que voy a decir tendrá muchos detractores, quizá por falta de entereza ante un principio o regla que se considera constitutivo a la naturaleza humana, y que se manifiesta como un comportamiento bastante generalizado: los padres son esos seres cercanos que cada vez son más innecesarios.
Ramón Alfil

Carta de una madre


"Hola hijo, te escribo para proponerte un trato, lo he pensado mucho y nos convendría a los dos, pero no te voy a obligar a que lo aceptes, pero déjame explicarte de que trata:
No te pongas triste, pero todos algún día vamos a dejar este cuerpo, algunos antes, otros después, pero a todos nos llegará la hora, estoy segura de que ese día tú estarás muy triste, ya te veo con tu ropa de luto, para despedirte, con una corona de rosas, o tal vez un ramo de girasoles.

26 julio 2025

La gaviota amiga

Eran esas horas del día en las que el sol comienza a fundirse con el horizonte, cuando los colores del cielo y del mar se confunden en una sola paleta de azules y anaranjados. Sentado sobre una roca, tibia aún por tantas horas de sol, con los pies colgando y la mirada perdida, él coexistía con ese regalo natural que tenía frente a sí. No pensaba, no buscaba, no esperaba. Solo contemplaba... A veces, la vida es así de generosa.
La quietud y el susurro cadencioso de las olas, con sus crestas espumosas, golpeando las piedras erosionadas por la percusión constante del oleaje durante años era lo más parecido a una levitación para aquel apasionado del mar.
A lo lejos, un velero y un barco mercante aparentaban dos juguetes; de cerca, el tintineo y vaivén del agua; en el cielo las nubes no parecían tener prisa, se movían con extrema lentitud como no queriendo perderse el vuelo de una gaviota solitaria, de alas largas y cuerpo elegante que dibujaba una curva perfecta en el aire. Planeaba con una calma maestra, como si la gravedad no tuviese dominio sobre su cuerpo. Giraba apenas con las puntas de sus alas, en movimientos amplios y lentos, dejando al viento decidir su curso. Desde su altura, el mundo debía parecer un tapiz en movimiento: la superficie del mar, rizada y las sombras de los peces más pequeños escapando en bancos bajo el agua.
La gaviota giró una vez más sobre sí misma, midiendo, calculando. Entonces, en un gesto lleno de intención, plegó sus alas como una lanza y se lanzó en picado hacia el agua con la intención de atrapar algún pez con el que saciar el hambre. Es la base de la subsistencia.
Otra gaviota se posó muy cerca de él, silenciosa, tranquila, pero mirando de reojo al humano. Quieta, casi como una estatua durante bastantes minutos, era una agradable compañía para aquel entusiasta de cualquier esencia marina. Entendió que la belleza más profunda no grita, no se impone. Solo aparece ante quien está dispuesto a detenerse, a dejarse vaciar, a dejarse mirar por el mar.
Ramón Alfil
Fotos: Ramón Alfil 
Escucha este relato
Voz: J.M.O.


literaturaymar_adl

24 julio 2025

Un gesto de agradecimiento

El calor era sofocante aquella tarde de verano. Alba sostenía en sus brazos a su hijo Leo, que llevaba como única prenda un pañal; estaban solos en casa y el rigor de la temperatura tan alta no invitaba a llevar prenda alguna.
El niño, desde su nacimiento, no perdonaba ni una toma, incluso reclamaba alguna que otra extra, fuera de hora, que conseguía con la picardia de un llanto fingido.
Leo era un bebé alegre, regordete, con varias lorzitas en sus brazos y piernas. Su alegría continua y su risa era contagiosa, no paraba de moverse en el regazo de su madre con la energía de un niño que no tenía más preocupaciones que jugar y descubrir el mundo que le rodeaba.
Mientras tanto, en la televisión, se emitía un reportaje sobre el hambre en el tercer mundo. Mostraba a niños con cuerpos extremadamente delgados, con la piel pegada a los huesos, tirados en el suelo o sobre camas deterioradas. Sus ojos reflejaban un sufrimiento profundo, la impotencia de aquellos que han perdido la esperanza. Alba miró la pantalla, con una sensación de tristeza y angustia.
Volvió su mirada hacia Leo, que seguía sonriendo y saltando, sin entender la gravedad del mundo que veía reflejado su madre en la pantalla. Pellizcó suavemente una de sus lorzitas, le miró a la cara y le habló como si de un adulto se tratara: "Hijo, recuerda esto siempre, esos niños darían lo que fuera por tener un poco de lo que tú tienes ahora, comida, salud, hogar, familia, abrazos, tus risas... Cada día de tu vida tienes que agradecer algo. La gratitud transformará la visión de tu mundo y te ayudará a cultivar y mejorar tu interior".
Mucho poso para un bebé, pero Leo se había quedado quieto durante la reflexión en voz alta de Alba; la miró con fijeza y con sus manitas tocó su rostro cariñosamente. Fue un gesto de agradecimiento, sin lugar a dudas.
Ramón Alfil
Foto: Dr. Lyle Conrad / Libre de derechos

18 julio 2025

La teoría de las confianzas

Un relato de la colección que se convertirá en libro

Akira Takeda se había criado en las afueras en un pequeño pueblo rodeado de minas de carbón, en la Prefectura de Yamaguchi, Japón. Sin amigas, casi siempre iba triste. Siendo la menor de siete hermanos, sus padres no sabían cómo hacer para sacarle la expresión facial. Si bien es cierto que la mirada la había desarrollado de tal manera que era como si hablara sin decir palabras. La madre, con la que más tiempo pasaba la niña, no se preocupaba tanto. La veía feliz, pese a su introversión, y con eso se conformaba. Además, la joven tenía la capacidad de que, cada vez que abría la boca para hablar, se hacía un silencio en toda la casa para escuchar lo que decía. Esto era por dos razones; la primera era porque era tan raro oírla hablar que todos querían escuchar esa voz tan a medio camino entre dulce y misteriosa que tenía. La segunda razón tenía más que ver con la gran capacidad de observación que tenía. Siempre estaba escuchando y aprendiendo y eso, unido al coeficiente intelectual que poseía, la dotaba de una sabiduría con la que cargaba cada palabra que salía de ella. El padre les decía a sus hermanos que tenían que anotar las «verdades de Akira», que era como él llamaba a esas sentencias que ella pronunciaba.

18 septiembre 2024

El gato blanco colinegro

Pasear de noche es uno de esos pequeños placeres que está al alcance de cualquiera. Si es al lado del mar aumenta sobremanera el grado de satisfacción. Hoy, no ha podido ser, del susurro del mar que tanto me complace he pasado al canto de algún grillo entre arbustos bajos de un entorno natural. No está mal.
El recorrido de esta noche ha destacado por el silencio, la quietud, una luna llena que aparecía y desaparecía entre suspiros de nubes y la compañía de un gato blanco colinegro con el que, casi sin quererlo, entre las sombras de la noche, ha venido a sumar otra conexión fugaz de un ser vivo que ha pasado conmigo solo unos minutos de mi existencia.
¿Volveré a ver este gato ensabanado de cola negra? No lo sé...
Ramón Alfil
Foto: Ramón Alfil. Corresponde a un momento del paseo nocturno.

Conexiones fugaces
Mis lectores ya conocen que considero una conexión fugaz a aquella persona o ser vivo con la que comparto tan solo unos minutos o unas horas de mi existencia y que quizá no vuelva a ver, o sí…
Con ellos se produce una química instantánea y una misma longitud de onda que conducen a una sensación de familiaridad.
Suelen producirse si estamos emocionalmente disponibles en busca de algo nuevo, son parte de la cotidianidad humana que algunos dejan pasar de largo y otros recuerdan o, como es mi caso, escriben para que perduren.

30 diciembre 2022

¿Y eso para qué?

"El pescador y el empresario"... Cuento o fábula de origen desconocido, aunque predomina la opción de su procedencia brasileña.

Poco más de tres minutos de lectura son suficientes para impulsarnos a reflexionar sobre la ambición, las necesidades y qué es lo prioritario en nuestras vidas.

Dependiendo de lo que uno precise será más o menos esclavo de su existencia, aunque siempre podrá elegir la cantidad de su tiempo que quiere hipotecar.

Un humilde pescador que preguntaba siempre con un "¿y eso para qué?..." hace ver a un próspero empresario que es él quien lleva el traje a rayas y bolas de hierro encadenadas al pie porque busca más de lo que realmente basta.


29 marzo 2022

¡Viajeros y ‘nomófobos’ al tren!

Don Emiliano siempre fue un profesor adelantado al ritmo que marcaba la vida de aquellos felices 70, pero fue dejando la cabeza del pelotón poco a poco con los años, con ese tiempo que nos pasa factura sin distinción de reyes, nobles o vasallos. Entrados de lleno en el siglo XXI el “Tourmalet” tecnológico iba pesando cada vez más en su cuerpo, del reloj digital Casio pasamos todos a pasos agigantados, en pocos abriles, a casi poder ir a tomar café a Marte.
Don Emiliano luce hoy pelo y barba blanca como túnica física de maduración y, a la vez, de experiencia y solera en un hombre que siempre fue honrado, generoso, sincero y leal.
Don Emiliano vino ayer a visitarme en tren; fui de sus primeros alumnos en aquellos 70, lo que da a entender que también estoy en una etapa en la que empieza lo mejor de lo peor, digan lo que digan…
Don Emiliano se mostraba indignado porque en su vagón todos los pasajeros iban enganchados a sus teléfonos móviles con la típica postura de cabeza caída hacia adelante, todos excepto él que disfrutaba del paisaje de naranjos en flor que la ventanilla le brindaba y una señorita bien vestida con una camisa a rayas que leía un libro, tan estática que si no llega a ser por el movimiento de sus dedos al pasar las hojas, el profesor hubiera pensado que era una alucinación.
Don Emiliano estaba acostumbrado a aquellos trenes borregueros en los que la gente miraba por la ventanilla, leía un libro o un periódico, se comía un bocadillo de tortilla fría, se daba teta a un bebé o, simplemente, se ponía a charlar con el vecino.
Cuando le pregunté a Don Emiliano quiénes eran los excéntricos del vagón, si él y la señorita de la camisa a rayas o el resto de pasajeros, no supo contestarme quién iba contra dirección. Yo sí que lo sabía…
Ramón Alfil - En lo mejor de lo peor...

Post scriptum | “La nomofobia (non-mobile-phone-phobia) puede entenderse como un miedo o ansiedad extrema de carácter irracional que se origina cuando la persona permanece durante un período de tiempo sin poder usar su teléfono móvil”.

Imagen: Compartimento C, coche 293 (1938), de Edward Hopper.

20 noviembre 2021

Sin ansia de reconocimiento

Tuve en un tiempo un maestro que hoy es mi amigo, eventualidad que se ha robustecido con los años. Aprendo más de él como amigo que como maestro y no porque fuera peor docente que compañero, sino porque la sazón de mi entendimiento ha mejorado mucho desde mi época juvenil a hoy.
Ha sido profeta en su tierra, casi sin quererlo porque, como me ha comentado más de una vez, no puso la mano ni el culo. Es un caso poco común que alguien con carencia de ansia de reconocimiento llegue a ser un peso pesado en su pueblo natal.
Hoy disfruta con dignidad contemplando la vida desde una atalaya distanciada de la incertidumbre que rodea al ser humano y alejado del mundanal ruido en una gran urbe, por incongruente que parezca.
Atrás quedan los pueblos que empobrecen y envilecen porque están llenos de vanidad de vanidades, atrás queda el absurdo del placer mundano de ser reconocido y atrás quedan los pensamientos de un sábado otoñal como hoy.
Ramón Alfil - En lo mejor de lo peor...

Foto: Jeune homme à sa fenêtre, obra de Gustave Caillebotte (1848 - 1894)

07 noviembre 2021

Flores secas

Acumulaba sueños que convertía en versos que nadie publicó, que guardaba en el cajón de la cómoda y que el día de su desaparición voluntaria dejó olvidados voluntariamente, como bien decía en su carta de despedida.
Han pasado ya dos años, seis meses y cuatro días desde que encontré aquél sobre apoyado en el jarrón con seis rosas que daba la bienvenida en el aparador de la entrada al 2º B de la Calle del Pez, 9. Fue mi primera visita a Madrid y la primera vez en que todos mis sentidos se inundaron de tristeza nada más poner el pie en una casa.
A día de hoy sigo haciéndome dos preguntas, la primera ¿dónde está Javier? y la segunda ¿dejó toda su amargura en aquel piso o solo dejó la que no cabía en su equipaje?
En esta historia hay trece palabras, que ya son tan parte de mi, como el recuerdo del olor a humedad y flores secas que abordaron mi pituitaria mientras abría el sobre y leía la voz de Javier…

“No me busquéis,
necesito encontrarme,
escribir una nueva página,
provocar mi definitivo desarme”
Alberto García Santiago

* Alberto García Santiago es colaborador en el Ateneo. Su espacio, aquí.
* Alberto García Santiago es autor del blog "Combatiente literal".

27 octubre 2021

Guerra íntima


Se declaró una guerra, mientras compartían un manojo de intimidades, mesas con velas que iluminaban sonrisas, sábanas que desnudaban el alma, y cuatro mentiras piadosas que jugaban al escondite con el pasado.
La batalla enfrentaba la insidia de un ayer todavía en la retina, con la improbable posibilidad de reincidencia, de un déjà vu que desarmara la fortuna de un presente que no contempla la felonía.
Solo un hombre en la batalla, con la firme convicción de que la única verdad de esa guerra es que solo puede haber un vencedor o un vencido.
Alberto García Santiago

* Alberto García Santiago es colaborador en el Ateneo. Su espacio, aquí.
* Alberto García Santiago es autor del blog "Combatiente literal".

17 septiembre 2021

Palabras abandonadas

El desánimo se había empadronado en aquel corazón, que tras varias reanimaciones parecía no tener ganas de seguir librando batallas. Y es que poco a poco, había preferido acompañarse de la soledad y dejar que el tiempo fuera diluyendo en la monotonía aquella intención que había convertido en luz una amalgama de propósitos apagados y escondidos entre el polvo de la apatía.
No sabía poner fecha al momento en el que todo comenzó a desmoronarse, no recordaba cuando aceptó la pasividad, como detonante de un desahucio que nadie pudo prever. Solo era consciente de que en lo más profundo, algo se estaba apagando y que la tristeza no llegaba a consolidar lágrimas de desahogo y si, un desinterés que poco a poco emergía para hacer sombra a los recuerdos almacenados en el cajón del amor incondicional.
Desatendió sus relaciones sociales, prescindió de sus santuarios, abandonó las palabras, se quedó a solas con sus mudas reflexiones y pensamientos. Esquivo y huraño, fue construyendo una vida sin afectos llena de instantes insípidos, melancólicas jornadas y angustiosas noches en las que vertiginosamente se fueron muriendo sus ganas de vivir.
Alberto García Santiago

* Alberto García Santiago es colaborador en el Ateneo. Su espacio, aquí.
* Alberto García Santiago es autor del blog "Combatiente literal".

25 agosto 2021

Perdiéndolo todo



Esa tarde comenzó bebió un poco de su orgullo, de sus celos y antes de tocar fondo pegó unos tragos de la poca moralidad de la que hacía gala, y gritó libertad, creyendo que el falso estado de ánimo provocado por la embriaguez, le convertía en la persona que quería ser.
El primer tropezón al ir al baño le hizo sospechar que no todo era tan real, de camino de vuelta a la terraza se saltó un escalón que le removió todo el chasis, pero el golpe definitivo a su arrogancia, se lo dio Natalia cuando, poniéndole la mano en el pecho rechazó un beso directo a los labios, que pretendía ser el regalo con la que el macho ibérico marcaba a cada una de las piezas de su rebaño.
Esa tarde comenzó a perder y hoy no tiene con quien beber.
Alberto García Santiago

* Alberto García Santiago es colaborador en el Ateneo. Su espacio, aquí.
* Alberto García Santiago es autor del blog "Combatiente literal".

27 junio 2021

Vida contradicción


Si se atreviera sería un cobarde. Eso pensó muchas veces, mientras cada lágrima era un dolor y cada segundo de respiración una pasión.
El ahora era un momento especial que sugería otro día y así se fueron quemando las hojas de un calendario que no tenía intención de encontrar una fecha que pusiera fin a lo que parecían ser principios eternamente equívocos.
Quizás no se la mejor opción, esa de vivir en un mundo inacabado con la única certeza de que hoy puede verse abocado a atreverse, pero es su decisión, mientras busca entre desacuerdos, contradicciones y concupiscencia, la forma de excarcelar definitivamente a un amor con la condicional.
Alberto García Santiago

* Alberto García Santiago es colaborador en el Ateneo. Su espacio, aquí.
* Alberto García Santiago es autor del blog "Combatiente literal".

27 mayo 2021

¿Cómo estás?


No quedaba leche en la nevera. Eran tan pocas las ganas de todo, que el olvido acabó convirtiéndose en el mejor amigo del futuro. Esa dejadez que se va apoderando de quienes no encuentran motivos para sonreír, estaba demacrando sus rasgos, convirtiendo su cara en un espejismo de aquella belleza que llamaba la atención de los más glamurosos objetivos. La extrema falta de interés por querer, incluso estaba arrastrando su carisma hacia el más profundo ostracismo.
Pero esa mañana quiso llenar la nevera, y descubrió en los pasillos del super, algo más que cerveza de marca blanca, cacahuetes y patatas fritas… recuperó su pasado, al reencontrar con la mirada a Reme, su compañera de pupitre e íntima amiga en el instituto, que hacía poco más de un año, había tenido que ver desde la terraza como su yerno asesinaba a su hija.
Al llegar a casa, dejó la compra en la cocina, guardó los productos congelados, recuperó del cajón de la mesita de noche una pequeña agenda de páginas amarilleadas por el tiempo y medio sueltas, descolgadas, se acomodó en el sofá, y cogió el móvil… y a los pocos segundos se iluminó…
-Hola Carlos, qué ilusión tu llamada ¿Cómo estás?
-Bien.
Alberto García Santiago

* Alberto García Santiago es colaborador en el Ateneo. Su espacio, aquí.
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