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10 noviembre 2025

Encelado, una de las pequeñas lunas de Saturno: el mundo helado donde podríamos encontrar vida


En los últimos meses el nombre de
Encelado, una de las pequeñas lunas de Saturno, ha vuelto a tener cierta relevancia en las noticias astronómicas. Este mundo blanco y brillante, cubierto por una gruesa capa de hielo, esconde bajo su superficie un océano enorme de agua líquida. Y no cualquier agua, sino una que parece contener los ingredientes necesarios para la vida.
Los nuevos análisis de los datos que la sonda Cassini envió antes de finalizar su misión en 2017 han revelado algo muy curioso. Entre las diminutas partículas de hielo y vapor que surgen de los géiseres del polo sur de Encelado se han identificado moléculas orgánicas complejas. Ésteres, éteres y compuestos que podrían tener relación con la química previa a la vida. Además, en esos chorros también se ha detectado fósforo, un elemento esencial para los organismos vivos tal como los conocemos en la Tierra.
Cada vez resulta más difícil mirar a Encelado y no imaginar que, bajo su superficie, en las profundidades oscuras de su océano salado, podría estar ocurriendo algo… Un lugar donde el calor interior del núcleo rocoso calienta el agua, donde las reacciones químicas podrían alimentar formas de vida microscópicas.
Todo esto ha reavivado el interés científico por enviar una nueva misión a este pequeño mundo. En el Jet Propulsion Laboratory de la NASA se está estudiando un ambicioso concepto llamado Orbilander. La idea es sencilla y a la vez monumental: una nave que primero orbite Encelado, atraviese sus chorros de hielo y después descienda suavemente sobre su superficie para analizar de cerca los materiales recién expulsados desde el océano interior.
Si esta misión sigue adelante, el lanzamiento podría producirse hacia finales de la década de 2030, posiblemente en torno a 2038. El viaje sería largo, alrededor de diez o once años hasta alcanzar Saturno y después Encelado. Una travesía de paciencia y precisión por las frías regiones exteriores del sistema solar. Los instrumentos científicos de la nave serían capaces de estudiar directamente los compuestos orgánicos, las sales, los minerales y, quién sabe, tal vez hasta rastros biológicos.

16 agosto 2025

Una voz humana en la sinfonía cósmica

Durante más de 4.000 millones de años, la vida en la Tierra ha evolucionado desde formas simples hasta organismos complejos, pensantes y emocionales. La evolución biológica no es solo una teoría científica; es una epopeya. Y es una epopeya que compartimos con cada hoja de árbol, cada bacteria y cada estrella fugaz.

A veces olvidamos que nuestros átomos vienen de las estrellas. Literalmente. El carbono en nuestros músculos, el hierro en nuestra sangre, el calcio en nuestros huesos… todos se forjaron en el corazón de estrellas que murieron mucho antes de que el Sol naciera. Pero esos elementos no bastan para crear vida. Lo extraordinario es lo que ha hecho la vida con esos ingredientes: construir estructuras, replicarse, aprender y soñar.

La vida es el experimento más extraordinario del universo conocido. Y en este rincón concreto, en un planeta azul orbitando una estrella tranquila y ordinaria, ese experimento ha dado lugar a una especie que no solo vive, sino que además contempla la vida misma.

El lenguaje de los genes


Si miramos una célula bajo el microscopio, parecerá casi mágica. Pero no hay magia: hay moléculas que interactúan de forma precisa y compleja. El ADN es el gran libro de instrucciones de la vida. Cada una de nuestras células lleva una copia del texto que nos define. Y lo más maravilloso es que ese texto no es solo nuestro. Compartimos segmentos enteros de ADN con ratones, con árboles y con bacterias. La evolución escribe en un idioma común.

Y lo más asombroso es que esa partitura no se compuso de golpe. Fue afinándose generación tras generación, a lo largo de miles de millones de años, mediante mutaciones, selecciones naturales, errores y aciertos. No hubo un diseñador, sino una sinfonía espontánea. Una fuga cósmica.

23 julio 2025

Somos un pequeño rincón de una galaxia modesta en un mar cósmico infinitamente más vasto

¿Sabíais que todas las noches, si las condiciones lo permiten, podemos ver una parte de nuestra propia galaxia cruzando el cielo?. Todas las estrellas que vemos a simple vista en el firmamento forman parte de ella. Nosotros, los seres humanos, vivimos dentro de la Vía Láctea, así que podemos decir, sin temor a equivocarnos, que somos habitantes de una galaxia. Nuestra galaxia.

Pero ¿qué vemos realmente cuando levantamos la vista al cielo nocturno? Si estamos en un lugar lo suficientemente oscuro, lejos de las luces artificiales podremos distinguir una tenue franja blanquecina que cruza el cielo de lado a lado. Es como una nube difusa, que parece suspendida en el aire. Esa franja no es otra cosa que el plano de la Vía Láctea, el disco galáctico visto desde dentro. Es la zona más densa de nuestra galaxia, y la estamos observando desde uno de sus brazos espirales.

Esa bruma es en realidad la suma de la luz de miles de millones de estrellas, tantas y tan juntas que no podemos distinguirlas individualmente a simple vista. Como si estuviésemos dentro de una rueda inmensa de luz, y al mirar por su borde viésemos la acumulación de incontables soles.

El nombre de «Vía Láctea» proviene de la mitología griega, como tantas otras cosas en nuestra cultura. Según uno de estos mitos, Hércules, el famoso héroe de fuerza sobrehumana, era hijo de Zeus y de la mortal Alcmena. Pero claro, como solía ocurrir en los relatos mitológicos, la esposa legítima de Zeus, la diosa Hera, no estaba precisamente contenta con los devaneos amorosos de su esposo. Y mucho menos con la existencia de Hércules.